Siete casas en Francia by Bernardo Atxaga

Siete casas en Francia by Bernardo Atxaga

Author:Bernardo Atxaga
Language: es
Format: mobi
Published: 2009-09-30T22:00:00+00:00


Capítulo XIII

En cuanto cruzaron a la orilla opuesta, Donatien y los cuatro askaris se encaminaron hacia la zona de los mugini más grandes por un sendero que ni la maleza ni los árboles lograban borrar del todo. No habían recorrido doscientos metros cuando el chillido de un mono rompió el silencio y una bandada de pájaros echó a volar alborotadamente. Los cuatro askaris se pusieron alerta.

—¿Quién anda ahí? —preguntó Donatien.

Los cuatro askaris levantaron el rifle. Donatien se colocó detrás de ellos. Volvieron a oírse ruidos, esta vez de gente.

- Je crois que ce sont des enfants -dijo un askari bajando un poco el arma, «creo que son niños». Todos aguzaron el oído, y le dieron la razón. Las voces eran livianas.

Por entre la maleza surgieron tres niñas de ocho o nueve años y una muchacha muy alta de unos quince que por su piel clara no parecía de aquella región de África. Venían alegres, como contándose cosas graciosas. La muchacha alta se detuvo de golpe, y las niñas siguieron adelante, concentradas en su conversación.

Donatien abrió bien los ojos. La muchacha alta de piel clara llevaba pendientes. Eran verdes. Parecían esmeraldas. Levantó el rifle y disparó.

La muchacha alta gritó, y un mono repitió el grito. Todos echaron a correr y desaparecieron en la espesura. Con el cuello a punto de reventar, Donatien dio la orden:

—¡Coged a la chica!

Corría, como los demás, hacia el interior de la selva. Delante, a unos cuantos metros, asomaba la cabeza de la muchacha por encima de la maleza, y en la cabeza una oreja, y en la oreja el destello de una esmeralda. Disparó por segunda vez.

La cabeza que corría por encima de la maleza torció hacia una parte más oscura de la selva, y Donatien tomó la misma dirección. A veces dejaba de verla durante unos segundos, pero enseguida vislumbraba el destello verde de la esmeralda, a veces un destello y a veces dos, y redoblaba sus esfuerzos, agachando aquí y allá la cabeza para no chocar con las lianas. La muchacha alta corría bien; él, no tanto. Se reprochó a sí mismo el ser tan mal tirador. De haber tenido la cuarta parte de la puntería de Chrysostome los pendientes se encontrarían ya en su bolsillo.

Los destellos verdes se hicieron más numerosos, como si tuviera delante veinte cabezas y cuarenta pendientes, y aminoró el paso. Las señales continuaron multiplicándose. Pronto fueron cincuenta cabezas y cien pendientes, y un instante después cien cabezas y doscientos pendientes.

Se detuvo del todo, jadeante. Ante él se extendían miles de destellos verdes. Pero no eran pendientes de esmeraldas, sino las hojas redondas y diminutas de una planta. Se oyó el chillido de un mono, bastante lejos. Miró a su alrededor, y no reconoció los árboles. No eran caobas, no eran tecas, ni tenían largas lianas colgando como los hules de los que se extraía el caucho. Estaba perdido.

Llamó a los askaris. Pero únicamente recibió la respuesta de los monos. Levantó el rifle para disparar, porque todavía le quedaban diez cartuchos, pero no llegó a hacerlo.



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