Meridiano De Sangre(c.3) by Cormac Mccarthy

Meridiano De Sangre(c.3) by Cormac Mccarthy

Author:Cormac Mccarthy
Language: es
Format: mobi
Published: 2009-07-05T23:00:00+00:00


Al salir por los portones de madera del palacio del gobernador dos soldados que allí había y que los contaban a medida que iban pasando se adelantaron y agarraron de la cabezada el caballo de Toadvine. Glanton pasó por su derecha y siguió. Toadvine se irguió sobre los estribos.

¡Glanton!

Los jinetes traquetearon hacia la calle. Glanton miró hacia atrás una vez sobrepasada la puerta. Los soldados estaban hablando con Toadvine en español y uno le apuntaba con una escopeta.

Yo no le he quitado la dentadura a nadie, dijo Glanton.

Voy a matar a estos dos tíos aquí mismo.

Glanton escupió. Miró calle abajo y miró después a Toadvine. Luego desmontó y volvió al patio tirando del caballo. Vámonos, dijo. Miró a Toadvine. Baja del caballo.

Salieron escoltados de la ciudad dos días después. Más de un centenar de soldados flanqueándolos por el camino, incómodos en sus vestimentas y armas variadas, tirando de las riendas con violencia y arreando a los caballos a golpe de bota para trasponer el vado donde los caballos americanos habían parado a beber. Al pie de la montaña más arriba del acueducto se hicieron a un lado y los americanos pasaron en fila india y empezaron a serpentear entre rocas y nopales y fueron empequeñeciéndose entre las sombras hasta desaparecer.

Se dirigieron al oeste adentrándose en las montañas. Pasaban por aldeas y se quitaban el sombrero para saludar a gente a la que asesinarían antes de que terminara el mes. Pueblos de barro que parecían haber sufrido una plaga con sus cosechas pudriéndose en los campos y el poco ganado que no se habían llevado los indios errando de cualquier manera sin nadie que lo agrupa ni lo atendiera y muchas aldeas vaciadas casi por entero de habitantes varones donde mujeres y niños se agazapaban aterrorizados en sus chozas hasta que el ruido de los cascos del último caballo se perdía en la distancia.

En el pueblo de Nacori había una cantina y la compañía desmontó y fueron entrando todos y ocupando las mesas. Tobin se ofreció a vigilar los caballos. Se paseaba arriba y abajo de la calle. Nadie le hizo el menor caso. Aquella gente había visto americanos en abundancia, polvorientas caravanas de americanos que llevaban meses fuera de su país y estaban medio enloquecidos por la enormidad de su presencia en aquel inmenso desierto sangriento, requisando harina y carne o abandonándose a su latente inclinación a violar a las chicas de ojos endrinos de aquella región. Sería como una hora después del mediodía y algunos trabajadores y comerciantes estaban cruzando ya la calle en dirección a la cantina. Al pasar junto al caballo de Glanton el perro de Glanton se levantó con el pelo erizado. Ellos se desviaron un poco y siguieron adelante. En el mismo momento una delegación de perros del pueblo había empezado a cruzar la plaza, todos pendientes del perro de Glanton. Entonces un malabarista que encabezaba un cortejo fúnebre dobló la esquina de la calle y cogiendo un cohete de los varios que llevaba bajo



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