La Habana Para Un Infante Difunto by Guillermo Cabrera Infante

La Habana Para Un Infante Difunto by Guillermo Cabrera Infante

Author:Guillermo Cabrera Infante
Language: es
Format: mobi
Tags: prose_contemporary
ISBN: 9788432210532
Publisher: Seix Barral
Published: 2011-12-13T23:00:00+00:00


LA VISIÓN DEL MIRÓN MIOPE

Viviendo en El Vedado, por azar o por designio de dioses irónicos, nos habíamos mudado justamente en la cima de la loma (otra colina habanera) en que culmina la avenida de los Presidentes, junto al monumento que domina los jardines centrales, a cuya augusta altura habíamos ascendido un día para recordar el gibareño Gildo Castro y yo, escalando el pórtico pretencioso, académico, híbrido: clásico en su arcada pero rococó en los detalles. Mi primo Gildo, de visita del pueblo a comprar soldadores para su taller, recorrió conmigo los barrios de La Habana y nada le pareció tan inaccesible como este sepulcro blanqueado a la memoria de todos los presidentes muertos. Mi primo Gildo, que era un mago mecánico, había traído consigo una cámara de cine que él mismo había construido y encuadró tomas que nunca vi reveladas. Mi primo Gildo Castro, como todo inventor un ingenuo, dijo del monumento fijado en film: «Es de mármol macizo», aunque añadió al darse -vuelta para admirar la avenida que bajaba hasta el mar a lo lejos, a sus adornos arbóreos: «lodo esto está hecho por el hombre, caray!» -que era el más alto cumplido que podía hacer a la vista, habiendo heredado de Pepe Castro, su padre naturista y mi mejor influencia infantil, el genio para la mecánica y su admiración mayor por la obra del hombre que para la naturaleza. En esta misma área vivió, vivía todavía Catia Bencomo, vivía Olga Andreu, en el Palace, y frente, en el edificio Chibás, vivía Tomás Alea, conocido como Titón y a quien yo llamaba Tomás Alea Jacta aunque era lo contrario de jactancioso: era gris a fuerza de ser modesto. Fue Néstor Almendros, ya fotógrafo, quien me presentó a Titón y por éste habla conocido a Olga Andreu y, en cadena de conocidas, a Catia. Titón -a quien yo visitaba a menudo en su apartamento amplio, ordenado y burgués- era ahora un amigo que pronto daría un viaje doblemente deseado a estudiar cine en Roma. Todo eso -las visitas del pasado, los viajes al futuro- hacia la zona gratamente glamorosa y aquí habíamos venido a vivir del solar de Zulueta 408 (difícil de abandonar, imposible de olvidar porque había sido no una temporada ni una turné sino una vida entre círculos concéntricos) gracias a un milagro menor propiciado por mi mentor: se iba para Puerto Rico un paisano suyo y nos cedía el apartamento.

Pero seguíamos siendo tan pobres como antes y pronto, con mi padre sin trabajo, seríamos todavía más pobres. Mi hermano continuaba estando, siendo tuberculoso y se pondría peor, con la tisis extendida a los dos pulmones y casi se muere. Así resultaba yo el protagonista de la película de un joven pobre. Después de la aparición de mi abuela, habíamos dejado detrás otro residente del increíblemente elástico cuanto (prácticamente habíamos resuelto el insoluble problema metafísico del número de ángeles que se pueden parar al unísono en la cabeza de un alfiler, al probar que seis personas lograban vivir al mismo tiempo en un cuarto) de Zulueta 408.



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