El Conquistador(v.1)

El Conquistador(v.1)

Author:Federico Andahazi
Language: es
Format: mobi
Tags: Novela Histórica
Published: 2011-02-19T23:00:00+00:00


20

Deuda de sangre

Quetza hubiese asegurado que fue el propio Huitzilopotchtli quien había hablado con esa voz cavernosa. Cautivo de la fascinación que produce el terror, no podía despegar la vista del calavérico rostro del Dios de la Guerra. La luz temblorosa de una antorcha creaba la ilusión de que la boca del ídolo se movía. Por otra parte, las altas paredes de piedra hacían que el sonido llegara de todas partes y de ninguna que pudiera precisarse. Quetza tardó en descubrir que, justo debajo de la efigie, sentado sobre su trono de piedra, estaba el mismísimo emperador. Era un extraño privilegio estar frente a él dos veces en tan breve tiempo. A su lado, sobre una tarima más baja, pudo ver a su antiguo verdugo: Tapazolli.

Quince años más tarde, con el pelo completamente blanco y tan largo que le cubría la espalda por completo, el sumo sacerdote conservaba intacta la herida que le había dejado la daga filosa de la humillación pública. Después de haber tenido que soportar la afrenta de Tepec y la consagración de Quetza en el Calmécac bajo su dirección, ahora, por fin, iba a cobrarse la venganza.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo el sacerdote—, recuerdo como si fuese hoy cuando eras un niño huérfano y enfermo.

Con un tono monocorde e inexpresivo le dijo que en esa oportunidad Huitzilopotchtli quiso que le ofrendara su corazón. Pero al considerarlo vio que era poca cosa para Su magnificencia.

—Así nos lo hizo ver sabiamente el honorable Tepec, que no en vano ha llegado a ser el más venerable de los miembros del Consejo de Ancianos —recordó Tapazolli.

El halago que acababa de regalar a su enemigo pretendía dar a sus palabras un carácter imparcial; no debía parecer un asunto personal. El emperador escuchaba con atención la ponencia de Tapazolli. Quetza, postrado de rodillas en el suelo, podía anticipar cada una de las palabras que pronunciaba el sacerdote. Sabía adonde quería llegar.

—Tepec te ha tomado generosamente a su cobijo, te salvó de la enfermedad y te dio alimento y educación. Hoy, Quetza, eres un hombre saludable y orgullo de los hijos Tenoch. Te has convertido en uno de los hombres más valiosos, en un ejemplo digno de la grandeza de Huitzilopotchtli —dijo señalando hacia la enorme escultura que estaba tras él.

El sacerdote se incorporó, fue hasta una de las numerosas arcas que guardaban centenares de huesos de los ofrendados y, caminando en torno de aquellos restos, prosiguió:

—A la educación que te prodigó Tepec se sumó la que yo mismo te he dado durante los últimos años.

De esa manera, el sumo sacerdote pretendía demostrar que gracias a los conocimientos que le fueron impartidos en el Calmécac, pudo Quetza legar a Tenochtitlan sus brillantes aportes, tales como el nuevo calendario, el sistema de contención de las aguas y el mejoramiento de los puentes móviles. Así, Tapazolli aprovechaba para atribuirse los méritos del talento y la inventiva del hijo de su enemigo. Con un gesto de beatitud, señalando hacia el rostro de la estatua, llegó finalmente al punto:

—Hoy Huitzilopotchtli te reclama otra vez.



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