Plegarias atendidas by Truman Capote

Plegarias atendidas by Truman Capote

Author:Truman Capote
Language: es
Format: mobi
Tags: Narrativa Variada
Published: 2010-11-10T23:00:00+00:00


Cambio de clima. Chubascos, un spray tonificante que despeje el hedor de la ola de calor de Manhattan. Aunque, por supuesto, nada puede librarnos de los olores de la ropa de deporte y del Lysol en mi amado Y.M.C.A. Dormí hasta el mediodía, después llamé al Self Service para cancelar una cita que tenía concertada para las seis de la tarde con un carcamal que se hospedaba en el Yale Club. Pero esa zorra besada por el sol, Butch el dorado, dijo: ¿Estás loco? Este es un idiota de cien dólares. Un Benjy Franklin sin problemas.» Como seguí poniendo pretexto (de verdad, Butch, tengo un dolor de cabeza de cojones), me puso con la mismísima Miss Self, y ésta me soltó un auténtico Buchenwald, un castigo a lo Ilse Koch («¿Ah, sí? Que ahora quiere trabajar, que ahora no quiere, aquí no queremos diletantes»).

Vale, vale. Me di una ducha, me afeité y llegué al Yale Club con un botón del cuello desabrochado, el pelo bien corto, discreto, ni gordo ni femme, entre treinta y cuarenta años, con un buen paquete y buenos modales: justo lo que el carcamal había encargado.

Pareció encantado conmigo. Y no hubo ningún problema. Cuestión de recostarse, los ojos bien cerrados. Y, de vez en cuando, un falso gruñido de agradecimiento a medida que iba fantaseando para llegar al espasmo obligatorio («No te contengas. Échamela toda»).

El «patrono», por usar la terminología de Miss Self, era campechano, casi calvo, firme como una nuez, un hombre sesentón, casado, con cinco hijos y dieciocho nietos. Un viudo que se había casado hacía quizá unos diez años con su secretaria, una persona veinte años más joven. Era un ejecutivo de seguros retirado que poseía una granja cerca de Lancaster, Pennsylvania, donde criaba vacas y, como pasatiempo, cosas «raras». Me contó todo esto mientras me vestía. El tipo me gustó, y lo que más me gustó es que no me hizo una sola pregunta sobre mí mismo. Cuando ya me iba, me dio su tarjeta (caso único entre los clientes del Self-Service, siempre conscientes de su anonimato), y me dijo que si en algún momento me apetecía sacudirme el polvo de la ciudad, que le llamara: me invitaba a pasar unas vacaciones en Appleton Farms. Se llamaba Roger W. Appleton, y Mrs. Appleton, me informó con un simpático guiño en absoluto vulgar, era una mujer comprensiva: «Alice es una buena persona. Aunque inquieta. Lee mucho.» Con lo cual me percaté de que me estaba proponiendo una orgía entre los tres. Nos dimos la mano. Su apretón de manos era tan musculoso que mis nudillos se quedaron entumecidos durante un minuto entero, y le prometí que lo pensaría, ¡Caramba, era para pensárselo! Vacas por ahí sueltas, prados verdes, rosas, ausencia de...

¡Todo esto! Ronquidos. Sucios resuellos. Asfixia. El chancleteo lúgubre de pies escrutadores. En el camino de regreso a «casa», ja, ja, me compré una pinta de ginebra, en oferta, el tipo de ambrosía sin mezcla que dejaría sin hablar a un montón de gargantas de mala vida.



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