El crimen del cine Oriente by Javier Tomeo
Author:Javier Tomeo
Language: es
Format: mobi
Tags: Novela negra
Published: 2011-11-14T00:00:00+00:00
10
Cuando llegué a casa eran cerca de las ocho y encontré a Juan liado con el mismo solitario que el día anterior habíamos hecho los dos juntos. Estoy segura de que oyó cómo metía la llave en la cerradura, pero cuando entré en la cocina ni siquiera levantó la mirada de la mesa y continuó cambiando las cartas de sitio como si tal cosa. Me preguntó, eso sí, si el reloj de pulsera que me había regalado funcionaba como Dios manda y le dije que sí, que iba exacto y que me gustaba cada vez más.
—Pues me alegro mucho —dijo, sin apartar la mirada de las cartas.
Y entonces, al ver la cara de mala leche que ponía mientras me estaba diciendo que se alegraba, comprendí que tenía que darle alguna excusa por haber llegado tarde. Entré en la habitación y mientras me estaba cambiando de ropa pensé en que lo mejor era contarle la verdad, es decir, decirle que había ido a ver a una echadora de cartas, pero luego llegué a la conclusión de que era mejor no decírselo.
Le di, pues, la misma excusa que casi todas las mujeres dan a sus maridos y le dije que había pasado la tarde en casa de una amiga que se llamaba Isabel y que había trabajado una temporada en El Cañaveral. Le dije también que contando chismes y más chismes se nos pasó el tiempo volando.
No sé si se lo creyó o no se lo creyó, pero no hizo más comentarios y siguió enfrascado con el solitario. Mientras iba tirando las cartas la cabeza le caía justo debajo de la bombilla y con tanta luz encima se le podían contar todos los pelos que le quedaban en el tiesto. Le dije que daba la impresión de que se peinaba con un tenedor y me pidió que no me metiese más con su pelo ni con su forma de peinarse porque le jodía que le recordasen que se estaba quedando calvo. Entonces, para hablar de otra cosa, le conté que Isabel nos había invitado a comer. La verdad es que me había invitado sólo a mí, pero pensé que quedaba mejor decirle que nos había invitado a los dos.
No dijo si le parecía bien o le parecía mal. Ni siquiera se encogió de hombros. Lo único que hizo fue soltar un resoplido mientras le daba la vuelta a una carta que seguramente no era la que estaba esperando. Le pregunté si quería que le hiciese alguna cosa para cenar y respondió que no, que se había comido todo el estofado que quedaba del mediodía y que lo único que le apetecía en aquellos momentos era acabar el solitario y tomarse un carajillo.
Al oír aquello me quedé de una sola pieza. Le pregunté si lo que decía era verdad, es decir, si era cierto que se había comido todo el estofado y contestó que sí, aunque sin mirarme a los ojos.
—Mira a ver si encuentras algo en la cazuela —añadió luego, señalándome la nevera con la mirada.
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