La Muerte De Belle

Author:Georges Simenon
Language: es
Format: mobi
Tags: Negra, Novela
Published: 2010-04-01T22:00:00+00:00

5

Eran las tres y media y la claridad ya empezaba a bajar en el living-room, donde todavía no estaban encendidas las lámparas. Tampoco había luz en el pasillo, ni en ninguna parte de la casa, salvo en el dormitorio, de donde venían un resplandor rosa y los ruidos familiares de Christine vistiéndose para salir.

Esperaban a Lorraine, que llegaría en el tren de Nueva York a las cuatro y veinte, y la estación estaba a kilómetro y medio. Christine iría sola. Con los ojos entomados, Spencer estaba sentado ante la chimenea donde un tronco acababa de consumirse; de vez en cuando aspiraba una bocanada de la pipa.

Fuera se veía caer lentamente sobre el paisaje la noche de invierno, y las escasas luces se volvían más brillantes de minuto en minuto.

Sentada probablemente en el borde de la cama, Christine acababa de quitarse las zapatillas para ponerse los zapatos cuando dos haces de luz más blancos y más cegadores que los otros, y que se movían rápidamente, dieron la impresión de entrar en la casa, e iluminaron un momento la parte del techo antes de ir a detenerse como animales delante de la casa de los Katz. Ashby había reconocido el coche del señor Katz, cuyo chófer ya estaba abriendo y cerrando las portezuelas. Más suave que los otros, el coche no hacía el mismo ruido y sus movimientos parecían diferentes.

El señor Katz volvía tal vez para quedarse unas horas, tal vez para varios días, eso nunca se sabía, y Spencer alzó los ojos hacia las ventanas para ver si Sheila le había oído llegar y si estaba alterada.

¿No resultaba curioso haberse enterado de su nombre por el periódico, cuando eran vecinos? Ahora que la conocía, le parecía más exótica aún y le gustaba figurársela procedente de una de esas viejas familias judías instaladas a orillas del Bósforo, en Pera.

Estaba adormilándose, sin hacer ningún esfuerzo por mantener su mente despierta. Acababan de apagarse los faros de la limosina, como dos grandes perros a los que calman, cuando otro vehículo más ruidoso ya estaba subiendo la cuesta, esta vez una camioneta con el nombre y la dirección de un cerrajero de Nueva York.

De ella se apeaban tres hombres a quienes Katz, pequeño y muy rechoncho en su abrigo forrado, y que agitaba sus bracitos en el umbral, explicaba lo que esperaba de ellos.

En Nueva York había debido oír hablar del asesinato de Belle, y había acudido con especialistas para instalar cerraduras de seguridad, y tal vez un sistema de alarma en la casa.

—¿No voy retrasada? —preguntaba Christine, yendo y viniendo por el cuarto.

Justo cuando iba a responder llamaron a la puerta, la golpearon. Se precipitó hacia ella, la abrió sorprendido y se encontró ante una mujer a la que no conocía, tan alta y tan fuerte como él, con rasgos de hombre, según le pareció, y que llevaba, sobre un traje de tweed de color orín, un abrigo de gato montés.

No observó estos detalles a la vez, porque todo ocurría demasiado deprisa, pero estaba sorprendido por su agitación, por su autoridad y por el olor a whisky que la mujer desprendía.

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