El camino de los reyes by Brandon Sanderson

El camino de los reyes by Brandon Sanderson

Author:Brandon Sanderson
Language: eng
Format: epub
Tags: Fantástico
Published: 2010-08-30T16:00:00+00:00


«Caminé desde Abamabar hasta Uriziru.»

Esta cita de la Octava Parábola de El camino de los reyes parece contradecir a Várala y Sinbian, que sostienen que la ciudad es inaccesible a pie. Tal vez construyeron un camino, o tal vez Nohadon estaba siendo metafórico.

«Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir…»

Kaladin se sentía aturdido. Sabía que estaba dolorido, pero aparte de eso, flotaba. Como si la cabeza se le hubiera separado del cuerpo y rebotara en paredes y techos.

—¡Kaladin! —susurró una voz preocupada—. Kaladin, por favor. Por favor, no sufras más.

«Los hombres de los puentes no están hechos para sobrevivir.» ¿Por qué le molestaban tanto esas palabras? Recordaba lo que había sucedido, usar el puente como escudo, desequilibrar al ejército, condenar el ataque. «¡Padre Tormenta, soy un idiota!», pensó.

—¿Kaladin?

Era la voz de Syl. Se arriesgó a abrir los ojos y vio el mundo boca abajo, el cielo extendido bajo él, el familiar aserradero en el aire sobre él.

No. Quien estaba boca abajo era él. Colgando contra el lado del barracón del Puente Cuatro. El edificio forjado a partir de la animación tenía nueve metros de altura, con un tejado inclinado. Kaladin estaba atado por los tobillos a una cuerda que, a su vez, estaba sujeta a una anilla colocada en el tejado. Había visto esto antes con otros hombres de los puentes. Uno que había cometido un asesinato en el campamento, otro a quien habían sorprendido robando por quinta vez.

Su espalda daba contra la pared, de modo que estaba encarado hacia el este. Tenía los brazos libres, colgando, y casi tocaban el suelo. Gimió de nuevo, dolorido por todas partes.

Como le había enseñado su padre, empezó a tocarse el costado en busca de costillas rotas. Dio un respingo cuando descubrió que varias estaban reblandecidas, o al menos astilladas. Probablemente rotas. Se palpó también el hombro, donde temía tener rota la clavícula. Uno de sus ojos estaba hinchado. El tiempo demostraría si tenía alguna herida interna grave.

Se frotó la cara, y copos de sangre seca se soltaron y revolotearon hacia el suelo. Un arañazo en la frente, la nariz ensangrentada, el labio roto. Syl se posó en su pecho, los pies plantados sobre su esternón, las manos a la espalda.

—¿Kaladin?

—Estoy vivo —murmuró él, las palabras confusas por el labio roto—. ¿Qué ocurrió?

—Esos soldados te golpearon —dijo ella, y pareció hacerse más pequeña—. Se la he devuelto. Hice que uno de ellos resbalara tres veces hoy. —Parecía preocupada.

Kaladin sonrió. ¿Cuánto tiempo podía colgar así un hombre, la sangre afluyendo a su cabeza?

—Hubo muchos gritos —dijo Syl en voz baja—. Creo que varios hombres fueron degradados. Ese soldado, Lamaril…

—¿Qué?

—Fue ejecutado —dijo Syl, en voz aún más baja—. El alto príncipe Sadeas lo hizo él mismo, en el momento en que el ejército regresó de la meseta. Dijo algo así como que la responsabilidad última recaía en los ojos claros. Lamaril no paraba de gritar que tú habías prometido exonerarlo y que había que castigar en cambio a Gaz.

Kaladin sonrió con tristeza.

—No tendría que haberme dejado sin sentido.



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