(Maigret 14) El caso Saint-Fiacre by Georges Simenon

(Maigret 14) El caso Saint-Fiacre by Georges Simenon

Author:Georges Simenon
Language: es
Format: mobi
Tags: Novela policiaca
Published: 2012-01-27T01:34:31.978217+00:00


¡Uf! Aquello produjo el efecto de una bocanada de aire fresco. De repente, Maurice de Saint-Fiacre dejó de sentirse clavado al suelo, condenado a la inmovilidad. De repente, también, perdió esa gravedad que no cuadraba con su temperamento.

Empezó a ir y venir, hablando con voz más relajada.

—Esa es la razón, comisario, por la que me ha visto usted merodear por la iglesia y la rectoría. Los cuarenta mil francos, que por supuesto hay que considerar como un préstamo, los he aceptado, en primer lugar y como ya le he dicho, para alejar a mi amante... ¡y discúlpeme, padre! En segundo lugar, porque habría resultado especialmente desagradable ser arrestado en esta coyuntura. Pero estamos aquí de pie, como si... Siéntense, por favor —fue a abrir la puerta y se oyó un ruido en el piso de arriba—. Empieza otra vez el desfile —murmuró—. Creo que habrá que llamar a Moulins para que instalen una capilla ardiente —comentó, y agregó sin transición—: Supongo que ahora lo ha comprendido. Una vez aceptado el dinero, tenía que darle mi palabra al párroco de que yo no soy culpable. Me resultaba difícil hacerlo delante de usted, comisario, sin acrecentar sus sospechas. ¡Eso es todo! Y usted, esta mañana, como si me adivinase el pensamiento, no me dejó solo ni un instante por los alrededores de la iglesia. El párroco se ha presentado aquí, y todavía no sé por qué, pues cuando ha entrado usted, aún no se había decidido a hablar —se le veló la mirada. Para disipar el rencor que lo invadía, soltó una risa patética—. La cosa está clara, ¿no? Un hombre que se ha pegado la gran vida y que firma cheques sin fondos... El viejo Gautier me evita; él también debe de estar convencido de que... —de pronto miró al párroco, sorprendido—. Pero bueno, ¿qué le sucede?

El sacerdote, en efecto, tenía una expresión lúgubre. Su mirada evitó la del joven, e intentó evitar también los ojos de Maigret.

Maurice de Saint-Fiacre, comprendiendo, exclamó con mayor amargura:

—¡Claro! Todavía no me creen. Y precisamente el que intenta salvarme es quien está convencido de mi culpabilidad —fue a abrir la puerta, una vez más, y gritó, olvidando la presencia de la difunta en la casa—: ¡Albert, Albert! ¡Espabila, caramba! Tráenos algo de beber.

Entró el mayordomo y se dirigió hacia un armario empotrado del que sacó whisky y vasos. Los demás le miraban en silencio.

—En mis tiempos no había whisky en la casa —observó Maurice de Saint-Fiacre con una extraña sonrisa.

—Lo manda traer Monsieur Jean.

—¡Ah! —el conde bebió un largo trago y cerró la puerta con llave tras salir el sirviente—. La de cosas que han cambiado... —masculló como para sus adentros.

Pero no perdía de vista al párroco, y éste, cada vez más incómodo, balbuceó:

—Discúlpenme, tengo que ir a la catequesis.

—Un momento. Sigue usted creyéndome culpable, ¿verdad? No, no lo niegue, que los curas no saben mentir. Pero hay algunos puntos que me gustaría aclarar. Usted no me conoce, no estaba en Saint-Fiacre en mi época; tan sólo ha oído hablar de mí.



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