Sodoma y Gomorra by Marcel Proust

Sodoma y Gomorra by Marcel Proust

Author:Marcel Proust
Language: eng
Format: mobi
Published: 2010-11-27T03:00:00+00:00


Si un cliente de Cottard le preguntaba: “-¿Se encuentra a veces con los Guermantes?”, el profesor contestaba con la mayor buena fe del mundo: “-Quizás no sé si precisamente los Guermantes; pero veo a toda esa gente en casa de amigos míos. Usted habrá oído hablar, seguramente, de los Verdurin. Conocen a todo el mundo. Además, ellos, por lo menos, no son esa gente elegante deslustrada. Hay solvencia. Se estima en general que la señora de Verdurin tiene unos treinta y cinco millones. Y treinta y cinco millones son una cifra. Usted me hablaba de la duquesa de Guermantes. Voy a decirle la diferencia: la señora de Verdurin es una gran señora, la duquesa de Guermantes es probablemente una pobretona. Advierte bien el matiz, ¿verdad? En todo caso, que los Guermantes vayan o no a lo de la señora de Verdurin, ella recibe, lo que es mucho mejor, a los Sherbatoff, los de Forcheville y tutti quanti, gente de lo más alto, toda la nobleza de Francia y de Navarra, a quienes me veda usted hablar de igual a igual. Por otra parte, esa clase de gente busca habitualmente a los príncipes de la ciencia”, agregaba con una sonrisa de beato amor propio que traía hasta sus labios la satisfacción orgullosa, y no precisamente porque la expresión antaño reservada a los Potain y los Charcot se le aplicase ahora, sino porque sabía usar como conviene todas las que el uso autoriza y que, después de haberlas practicado largo rato, poseía a fondo. Por eso, tras de citarme a la princesa Sherbatoff entre las personas que recibía la señora de Verdurin, Cottard agregó guiñando el ojo: “Usted ve el estilo de la casa. ¿Se da cuenta lo que quiero decirle?” Quería significar lo más elegante que existe. Y recibir a una señora rusa que no conocía a nadie más que a la gran duquesa Eudoxia era poco. Pero, aunque la princesa Sherbatoff no la conociese, no hubiese disminuido la opinión que Cottard tenía respecto a la suprema elegancia del salón Verdurin y su alegría porque en él lo recibieran. El esplendor que vemos en las personas que frecuentamos no es más intrínseco que el de esos personajes teatrales para cuyo vestuario es inútil que un director gaste centenares de miles de francos en la adquisición de trajes auténticos y verdaderas joyas que no harán ningún efecto, ya que un gran decorador producirá una impresión de lujo mil veces más suntuosa proyectando un rayo ficticio sobre una casaca de tela burda constelada de tapones de vidrio y sobre un manto de papel. Un hombre habrá pasado su vida entre los grandes de la tierra que no eran para él sino fastidiosos parientes o aburridos conocidos, porque un hábito contraído desde la cuna los había despojado a sus ojos de todo prestigio. Pero, en cambio, bastó que ése se agregase, por cualquier contingencia, a las personas más oscuras, para que innumerables Cottard se hayan sentido deslumbrados por mujeres con título cuyo salón suponían



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