El Gatopardo by Giuseppe Tomasi Di Lampedusa
Author:Giuseppe Tomasi Di Lampedusa
Language: es
Format: mobi
Published: 2010-07-17T23:00:00+00:00
[12] pudiese, con el tiempo, a través de mil diminutos engranajes, influir sobre su vida y cambiarla. Pensaba en siciliano:
«Nosotros tenemos el trigo y esto nos basta, lo demás nos importa un rábano.»
Ingenuidad juvenil ésta, que luego debía ella descartar radicalmente cuando, en el transcurso de los años, se convirtió en una de las más viperinas Egerias de Montecitorio y de la Consulta.
[13]
—Y además, Angelica, no sabes aún lo divertido que es Tancredi. Lo sabe todo y de todo toma siempre un aspecto imprevisto. Cuando se está con él, cuando está en vena, el mundo parece mucho más divertido que nunca, y a veces hasta más serio.
Que Tancredi fuese divertido, era cosa que Angelica ya sabía, que fuese capaz de revelar mundos nuevos, no sólo lo esperaba, sino que tenía motivos para sospecharlo desde el 25 de septiembre pasado, día del famoso pero no único beso oficialmente comprobado, al amparo del desleal seto de laureles, que había sido efectivamente mucho más sutil y sabroso, enteramente distinto de aquel que fue considerado su único otro ejemplar, el regalado por el chicuelo del jardinero de Poggio en Cajano, hacía más de un año. Pero a Angelica le importaban poco los rasgos de agudeza, la inteligencia, incluso, del novio, mucho menos de todos modos de cuanto le importaban estas cosas a aquel buen don Fabrizio, tan bueno realmente, pero también tan «intelectual». En Tancredi veía ella la posibilidad de ocupar un lugar elevado en el mundo noble de Sicilia, mundo que ella consideraba lleno de maravillas muy diferentes de las que en realidad contenía, y en él deseaba también un buen compañero de abrazos. Si por añadidura era espiritualmente superior, tanto mejor, pero no le importaba demasiado. Siempre podía divertirse. Además éstos eran pensamientos para el futuro. Por el momento, por espiritual o memo que fuera, hubiese querido tenerlo allí, acariciándole la nuca bajo las trenzas, como había hecho una vez.
—¡Dios mío, cómo me gustaría que estuviese ahora aquí entre nosotros!
Exclamación que conmovió a todos, fuera por la evidente sinceridad como por la ignorancia en que quedaron de sus motivos y que concluyó la felicísima primera visita. Efectivamente, poco después Angelica y su padre se despidieron. Precedidos por un mozo de cuadra con una linterna encendida que con el oro incierto de su luz incendiaba el rojo de las hojas caídas de los plátanos, padre e hija regresaron a su casa, cuya entrada había sido vedada a Peppe Mmerda por los lupare que le hicieron polvo los riñones.
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