Un millon de muertos by Jose Maria Gironella

Un millon de muertos by Jose Maria Gironella

Author:Jose Maria Gironella
Format: mobi
Published: 2010-11-30T10:46:57.300000+00:00


CAPITULO XXVII

La guerra larga repercutió también en los Alvear, lo mismo en la familia de Gerona que en la de Burgos, que en el último representante que quedaba de la de Madrid: José.

José Alvear se enteró de la muerte de su padre, Santiago, pero por más que hizo no pudo localizar el cadáver, sepultado junto con otros muchos en una zanja del frente de Madrid. El muchacho se enfureció, miró al cielo con ira -luego- se preguntó quién había allá arriba, responsable de su orfandad- y por último decidió hacerse dinamitero. Él y el capitán Culebra habían visto por Madrid a unos hombres forzudos que llevaban una gran mecha amarilla cruzándoles el pecho y al preguntar por ellos supieron que eran «dinamiteros», nuevo tipo de combatiente surgido a raíz de la estabilización del frente de Madrid. Buena cosa le pareció a José ser dinamitero, habida cuenta de que ansiaba ven garse del mundo. Horadar la tierra y ¡pum! hacerla estallar. Fue admitido, junto con el capitán Culebra, y en el momento en que la yesca amarilla, amarillo de espiga, les cruzó el pecho, ambos se sintieron importantes.

Guerra de minas… El general Miaja había decidido abrir galerías subterráneas para hacer volar las posiciones enemigas de la Ciudad Universitaria. Mineros asturianos y extremeños se constituyeron en capataces e iniciaron la tarea. El alcantarillado de Madrid, la electricidad a pie de obra y el personal especializado en perforaciones facilitaron la labor. ¡Guerra de minas! Pronto José Alvear y el capitán Culebra avanzaron como topos por debajo de tierra, como si buscaran tesoros o vetas de felicidad. Los «nacionales» habían de tardar mucho en dar la réplica, en disponer de la técnica necesaria para abrir contragalerías. De momento no podían sino colocar en los lugares amenazados «soldados-escucha», cuya misión era oír… ¡y de pronto saltar hechos pedazos! Las escuadras que dichos soldados formaban fueron bautizadas «escuadras del sacrificio». En su mayor parte se componían de legionarios que se relevaban dramáticamente, y por sorteo, cada cuarto de hora.

Consecuencia de la guerra larga… Cuando una mina había volado, José Alvear se escupía en las manos y salía a la superficie. Allí, en compañía de sus camaradas ¡o de Canela, que a diario le hacía una visita! -desde el hospital podía ir al frente en tranvía-, se entretenía en criticar a los rusos hospedados en el Hotel Bristol, en ponerles motes a los monumentos de Madrid, tapados para protegerlos de Ios bombardeos -a la Cibeles la llamaban «la Pudorosa» y a Neptuno «el Emboscado»- o bien en distinguir con el estampido la procedencia de los morterazos. «Este es de Franco. Este es nuestro.»

Canela significaba para José Alvear la alegría. La muchacha nunca olvidaba llevarle un bocadillo -«¡puá! -exclamaba José-, ¿esto qué es: carne de rata o de fascista?»- ni darle un beso que mataba de celos a todos sus camaradas. El capitán Culebra le decía: «Deja a este mamarracho y vente conmigo. Pásate a mis líneas». Canela negaba con la cabeza. «Mientras lleves esa caja con tu asqueroso animalito, ni soñarlo.



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