La esposa del dios del fuego
Author:Amy Tan
Language: es
Format: mobi
Tags: sf
Published: 2009-09-13T23:00:00+00:00
Habían ido al campo, más allá de la puerta de la muralla meridional. Subieron a una pequeña colina, tomaron por una larga y estrecha carretera y llegaron a lo que Wen Fu supuso que era un campo abierto. Se lanzó en persecución de un conejo a toda velocidad, fingiendo que el animalito era un avión japonés, pero el conejo era más rápido y se desviaba a un lado y al otro. Subió por un montículo y el coche le siguió. Fue entonces cuando los bajos del coche golpearon fuertemente con un montón de piedras y se quedó allí arriba, equilibrado como una tortuga encima de otra.
Intentó sacar el coche de allí. Jiaguo bajó y empujó el vehículo. Entonces Wen Fu pisó el acelerador a fondo, haciendo que las ruedas girasen cada vez más veloces y el motor rugiera más y más hasta que, ¡pam!, empezó a salir humo negro por debajo del capó y al instante brotaron llamas.
Los dos hombres saltaron hacia atrás y se quedaron allí, mirando cómo ardía el coche sobre el montón de piedras. Las llamas crecieron y les obligaron a retroceder. Y entonces, mientras buscaban un medio para apagar el fuego, vieron la tierra áspera a su alrededor, iluminada por el fuego, vieron que el campo estaba lleno de montículos pedregosos similares, centenares de tortugas varadas en un mar que había perdido su agua.
Antes de que Hulan me dijera más, supe lo que Wen Fu había hecho. ¡Había metido su coche en un humilde cementerio de pueblo!
Hulan se cruzó de brazos.
—Desde luego, he reñido a Jiaguo. Qué descuidado ha sido al no orientar mejor a Wen Fu.
Cuando dijo que Wen Fu había destruido aquel coche, debí haberme echado a llorar, debí haber enloquecido de cólera porque él había gastado mis 400 yuanes de esa manera. Pero la verdad es que me reí. Hulan debió de creer que me había vuelto loca. Me reí tanto que las lágrimas me saltaron de los ojos y no me quedó aliento para articular palabra.
Por eso no pude explicarle cómo me sentía al imaginar la cara de mi marido, allá en el cementerio, cuando vio dónde estaba y el cochecillo ardiendo sobre un montón de piedras, del mismo modo que los deudos enviaban regalos a sus parientes fallecidos, y lo que me alegraba ahora por aquel piloto cantonés muerto que emprendería su camino hacia el cielo al volante de su coche recuperado.
Aquella misma mañana Hulan y yo fuimos a la ciudad. Me puse mi largo abrigo verde y los zapatos de diario, porque había que caminar tres o cuatro li para llegar al centro. ¿Cuánto es un li? Tal vez la mitad de una de vuestras millas americanas.* Y tenía que recorrer esa distancia. No era como tú, que coges el coche para ir a la tienda, dos manzanas más abajo.
* Un li equivale aproximadamente a 540 metros. (N. del T.)
Por el camino hice un alto en una oficina de correos para enviar otro telegrama, esta vez a Cacahuete, casada ahora con un hombre rico de Shanghai, el que le había encontrado la adivina.
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