La Ciudad by Mario Levrero

La Ciudad by Mario Levrero

Author:Mario Levrero
Language: es
Format: mobi
Tags: NARRATIVA
Published: 2010-03-20T23:00:00+00:00


14

Ya en mi habitación, no vacilé en desvestirme y meterme en la cama, sin atender a nada de lo que me rodeaba, por más que tuviera interés en echar un vistazo, en especial a los libros; pero debía dormirme de inmediato, para estar en condiciones de cumplir con el pedido de Giménez, y por otra parte tenía inmensa necesidad de reposo. La cama era tibia y cómoda; pronto tuve los ojos cerrados y me fue invadiendo la dulzura del sueño.

Pero me incorporé sobresaltado, con una punzada en el corazón; había olvidado el despertador. Encendí la luz de la portátil que se hallaba sobre la mesita, junto a la cama, y lo busqué allí.

No estaba a la vista. Supuse entonces que estaría en el cajón de la mesa de luz; tampoco se encontraba. Había de todo lo que pudiera necesitar durante la noche —aspirinas, repelente para mosquitos, galletitas dulces, chocolate y, entre otras cosas, lo que me hizo sonreír extrañado, algunos paquetitos de anticonceptivos—. Pero tuve que levantarme, a pesar del cansancio, del sueño y de la tibieza de la cama, a buscar el maldito despertador.

En primer lugar me dediqué a observar con cuidado la superficie de todos los muebles; había tantos objetos —algunos útiles; la mayoría, adornos de mal gusto— que no era difícil pasar por alto aquello que buscaba, máxime teniendo en cuenta el sueño que me entorpecía los sentidos. Pero el reloj no estaba a la vista, por lo que empecé a buscar en los cajones de una cómoda, y luego dentro del ropero.

Encontré muchas cosas; en todas partes había cosas, la mayoría de las cuales habría querido mirar con más detenimiento (como una cajita de música que se hallaba en el tercer cajón de la cómoda y que, de no estar yo ocupado en la búsqueda, hubiese hecho funcionar), pero el despertador no apareció.

Abrí la puerta del cuarto con la esperanza de hallar a Giménez rondando por allí, pero toda la planta estaba a oscuras y ni siquiera llegaba el resplandor del fuego de la sala del piso bajo; estaría apagado, sin duda, porque antes había notado que el resplandor iluminaba, aunque en forma débil, el corredor de la planta superior; sin embargo, no hacía mucho que le habían agregado aquellos leños nuevos, enteros.

Sin noticias de Giménez, ni siquiera un sonido que delatara alguna presencia, e ignorando en cuál pieza dormía él —si es que dormía en esa planta, o en algún lugar de la casa (en realidad ignoraba todo al respecto)—, volví a entrar a mi cuarto, preocupado por tomar una determinación: o bien me acostaba a dormir y mandaba al diablo mi responsabilidad, sin ocuparme más del despertador ni de todo el resto del asunto, o me quedaba en vela hasta las 5.37 —es decir, casi cuatro horas más.

La primera parte de la alternativa era quizá la más lógica; pero yo había adquirido el compromiso de hacerle ese favor, y estaba en juego una cosa tan importante como el puesto de un hombre, y un



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