Bouvard y Pecuchet by Gustave Flaubert

Bouvard y Pecuchet by Gustave Flaubert

Author:Gustave Flaubert
Language: es
Format: mobi
Tags: Novela Dramática, Siglo XIX
ISBN: 9788483106365
Published: 2011-08-26T22:00:00+00:00


7

Días tristes comenzaron.

Ya no estudiaban, por miedo a las decepciones; los habitantes de Chavignolles se apartaban de ellos; los diarios tolerados no decían nada y su soledad era profunda, su ociosidad completa.

A veces abrían un libro y lo volvían a cerrar. ¿Para qué? Otros días se les ocurría la idea de limpiar el jardín, pero al cabo de un cuarto de hora se sentían fatigados; o iban a ver su granja y volvían asqueados; o si no se ocupaban de la casa, pero Germaine se deshacía en lamentos y entonces desistían.

Bouvard quiso hacer el catálogo del museo y decidió que aquellas chucherías eran estúpidas. Pécuchet pidió prestada la escopeta de Langlois para tirarle a las alondras, pero el arma estalló al primer tiro y casi lo mata.

Así vivían en medio de ese hastío del campo, tan pesado cuando el cielo blanco aplasta con su monotonía a un corazón sin esperanza. Se escucha el paso de un hombre con zuecos que costea el muro, o las gotas de lluvia que caen del techo al suelo. De tiempo en tiempo, una hoja muerta viene a rozar el vidrio, luego revolotea, se va. El viento trae confusos sones de campana. En el fondo del establo muge una vaca.

Bostezaban, el uno frente al otro, consultaban el calendario, miraban el reloj, esperaban las comidas; ¡y el horizonte era siempre el mismo! El campo enfrente, la iglesia a la derecha, a la izquierda un telón de álamos; sus copas se balanceaban en la bruma, perpetuamente, de manera lamentable.

Las costumbres que habían llegado a tolerar los hacían sufrir ahora. Pécuchet se tornaba incómodo con su manía de poner su pañuelo en el mantel. Bouvard no se desprendía de la pipa y hablaba contoneándose. Se suscitaban discusiones acerca de los platos o de la calidad de la manteca. Estaban juntos pero pensaban en cosas diferentes.

Un hecho había trastornado a Pécuchet.

Dos días después del tumulto en Chavignolles, cuando se paseaba con su desengaño político, llegó a un camino cubierto por frondosos olmos y oyó a sus espaldas una voz que gritaba:

—¡Detente!

Era la señora Castillon. Corría desde el otro lado y no lo había visto. Un hombre que caminaba delante de ella se volvió. Era Gorgu. Se encontraron a una toesa de Pécuchet. La hilera de árboles los separaba de él.

—¿Es cierto? —dijo ella—. ¿Vas a pelear?

Pécuchet se metió en el foso, para escuchar desde allí.

—Y bueno, sí —respondió Gorgu—. ¡Voy a pelear! ¿Y eso qué te hace?

—¡Y lo pregunta! —exclamó ella, retorciéndose los brazos—. Pero ¿si te matan, mi amor? ¡Oh, quédate!

Y sus ojos azules, más aún que sus palabras, le suplicaban.

—¡Déjame tranquilo! Tengo que irme. Ella rió, sarcástica y colérica. —¡La otra te lo permite, eh!

—¡No hables más!

El levantó su puño apretado.

—¡No, amigo mío, no! Me callo, no digo nada.

Y gruesas lágrimas corrían por sus mejillas hasta los pliegues de su gorguera.

Era mediodía. El sol brillaba en el campo cubierto por el trigo amarillo. A lo lejos la capota de un coche se deslizaba lentamente. Un sopor invadía el aire, no se oía ni un grito de pájaro, ni un zumbido de insecto.



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