El vellocino de oro by -----

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Author:-----
Language: es
Format: mobi
Published: 2009-04-20T22:00:00+00:00


Los Gordos Mosinos Y Otros Pueblos

Aquella noche, cuando pasaban por delante del cabo Céfiro, Autólico les dijo a sus compañeros, levantando la voz:

—Allí está el territorio de los mosinos, y me temo que no me creeréis cuando os cuente la clase de gente que son, pues ya leí la incredulidad en vuestros ojos cuando os describía las costumbres de los tibarenos. Por lo tanto no diré ni palabra y dejaré que baséis vuestro juicio en vuestra propia experiencia con estas gentes singulares.

Poco después de que Autólico dijera estas palabras, encontraron una playa protegida por los vientos del oeste, anclaron, desembarcaron, encendieron un fuego con madera de deriva y cenaron, habiendo dejado apostada una fuerte guardia. Pero Autólico los tranquilizo:

—No tenéis nada que temer de los mosinos, pues cuando vean nuestro fuego se retirarán a sus castillos de madera donde permanecerán toda la noche. Por la mañana, la curiosidad los hará venir hasta aquí con regalos. Es peligroso viajar por su país, porque hacen muchos hoyos para atrapar a las bestias salvajes en los bosques, y si un extranjero tiene la desgracia de caer en uno de ellos, los mosinos lo consideran una pieza de caza más y lo matan sin piedad. Pero no son peligrosos cuando se encuentran con hombres armados y en campo abierto.

La noche transcurrió tranquilamente, y en cuanto el sol empezó a caldear las playas, bajaron dos mosinos a visitarlos, tal como Autólico les había predicho. Su aspecto era tan gracioso que los argonautas estallaron en carcajadas incontrolables. Los mosinos, un hombre y un muchacho, se animaron con este evidente signo de bienvenida y empezaron a reír también. El hombre se puso a hacer cabriolas y el muchacho batía las palmas. El hombre llevaba un escudo en forma de hojas de hiedra hecho con cuero de buey blanco, una lanza de prodigiosa longitud con una pequeña punta en el extremo redondeado, y un cesto repleto de nueces, frutas y otras golosinas. Llevaba una corta túnica blanca y tenía la cara pintada con tinte amarillo y azul, formando líneas alternas. En la cabeza llevaba un casco de piel sin cimera, atado con la cola de un buey blanco. Era extremadamente gordo.

El niño iba desnudo y era todavía más gordo, prodigiosamente gordo; sólo podía andar con gran dificultad, y al hacerlo el sudor le chorreaba por la frente. Por su cara pálida y piel blanquísima parecía que había estado encerrado en una habitación oscura durante semanas y semanas y alimentado como un buey al que se ceba, cosa que, después de hacer algunas preguntas, resultó ser, en efecto, lo que había pasado. Sus enormes muslos estaban tatuados delicadamente con dibujos de flores y hojas. El hombre, que era un jefe, acompañó al niño al fuego del campamento y lo ofreció a Jasón, junto con el cesto de dulces, con un ademán de generosidad, extendiendo luego la mano para recibir algún regalo a cambio. Entonces los argonautas se pusieron a reír aún más fuerte, pues observaron que las gruesas nalgas



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